2 may 2011

Más, mucho más



Desde que Conspiración de Células del Fuego iniciase sus ataques y sus comunicados explicando su concepción de una tercera vía revolucionaria (nihilista-individualista, frente a la social y la insurreccional) son bastantes los debates que se han generado a su alrededor. Si bien no han sido los primeros, ni mucho menos, en pensar y actuar de esta forma, sí han sido los primeros en articular un discurso, apoyado en una poderosa práctica, muy coherente y extensa. Sus críticas han sido muy certeras y sus acciones, como no podía ser de otra forma, también. Pero hasta qué punto nos puedan ser útiles sus ideas y prácticas es cosa a ver en el tiempo que tenemos por delante. Por el momento, otrxs ya han cogido el relevo, y lxs que se han declarado miembros del grupo en prisión continúan con decisión y firmeza su acción (desde negarse a participar del juicio farsa revocando a sus abogados e insultar a lxs lacayxs del Sistema durante el juicio hasta atacar a los enemigos de la libertad en prisión).

Para contribuir al debate dejamos un texto del ámbito anarquista insurreccional italiano en que se cuestiona la dicotomía pasividad-banda armada. Un artículo publicado en la revista Canenero hace unos años y publicado en castellano en forma de libreto recopilatorio de varios artículos de reflexión, 'El desorden de la libertad', de Ediciones Intemperie.

Los administradores de la pasividad han impuesto siempre una falsa alternativa: o inmovilismo o banda armada. Cualquiera que escape de los roles de la normalidad debe entrar a la fuerza en los de la emergencia. El juego tiene sus reglas: o se acepta el poder o se limita. Todo esto, además de para el poder, es de gran utilidad para quienes aún declarándose revolucionarios quieren edificar un nuevo Estado. ‘Sin poder militar no hay poder político’ era la divisa no hace muchos años. Y poder militar no sólo implica una organización jerárquica y autoritaria que transforma a los individuos en soldados, sino que es además la representación de una contraposición entre Estado y partido armado que querría hacer de nosotros simples espectadores, inocuos hinchas prestos a hacer masa en torno a uno u otro contendiente, el más fuerte de los cuales, el Estado, se asegura la victoria.
El terreno común de este enfrentamiento representado es el del sacrificio y el eslogan, la especialización y la ideología. Y la pérdida de todo placer y autonomía, la negación de todo proyecto apasionante de subversión. Es la separación producida entre la vida cotidiana y la transformación de lo existente, la fragmentación de la totalidad y la sustitución por un presunto centro a conquistar y –como una imagen invertida- al que contraponerse. Sin poder militar no hay poder político. Exacto. ¿Y los anarquistas? Si se quiere destruir el poder político, ¿qué hacer con el poder militar? Nada. O mejor, hacer con él medida en negativo de la coherencia entre nuestra teoría y nuestra práctica.
Estos razonamientos parecen ligados a una realidad, la de los años setenta, hoy extinta. Ejercicios de memoria histórica, les suelen llamar. Y sin embargo resurgen ahora de la mano de la tan bufonesca como infame fiscalía de Roma. Si el objeto de este montaje judicial[1] fuese sólo reprimir a los anarquistas arrestados y, más en general, al resto de investigados, el razonamiento serviría al único fin de desmontar las manifiestamente absurdas acusaciones lanzadas por los jueces. Pero no es sólo eso. Los jueces saben bien que no existe la organización anarquista de la que hablan. Saben que el modelo de banda armada –obtenido mirándose en el espejo- no lo pueden aplicar a las relaciones reales entre anarquistas. Individuos que se juntan sobre la base de la afinidad, esto es, partiendo de la diferencia y desarrollando iniciativas sin formalizar sus uniones; individuos que se organizan, cierto, pero nunca de manera rígida o vertical, no pueden ser una ‘banda armada’. Y no sólo porque rechazan la clandestinidad (rechazo significativo, en cualquier caso), sino porque no aceptan encuadrarse –ni tampoco por tanto siglas ni programas- en una estructura que hace del enfrentamiento armado una realidad separada de la totalidad subversiva. Nada de esto cambia si algún anarquista, individualmente y asumiendo sus propias responsabilidades, decide usar armas. Pero incluso si todos los acusados, o incluso todos los anarquistas del mundo hubieran –además de escribir, debatir, hacer el amor, pegar carteles, insultar a sus jefes, desertar del trabajo, ocupar espacios, saquear mercancías- usado armas, tampoco esto haría de ellos una ‘banda armada’. Es el poder quien necesita inventarla. Pero como decíamos, el problema no se puede reducir a esta cuestión, hacerlo significa comprender de manera parcial el proyecto represivo del Estado.
Lo que los jueces pretenden promover es, una vez más, la idea de que fuera de la supervivencia y la espera sólo está la organización armada. Así, una vez consumado miserablemente el espectáculo de los partidos combatientes, se pone fuera de juego cualquier discurso insurreccional. Todo el que quiera insurrección es en el fondo un leninista enmascarado (en este sentido la teoría policial de los ‘dos niveles’ es una auténtica joya[2]); el cambio sólo puede ser gradual –so pena de convertirse en ‘terrorista’-, esto es, democrático. Del objetivo inmediato de parar por el mayor tiempo posible a una docena de anarquistas, se pasa al de –este bastante más serio- acabar con toda la tensión subversiva, todo ataque al Estado y el Capital. Esto afecta a todos, y ningún anarquista puede sentirse a salvo. Por suerte la insurrección no es lo que los órganos represivos querrían que fuese.
En un mundo en el que las fuerzas de la dominación y la alienación son cada vez más solidarias entre ellas, en el que la producción de mercancías, el control totalitario del espacio, la fabricación publicitaria de falsas necesidades y la negación sistemática de los deseos son elementos inseparables de un mismo proceso; en tal mundo de terror, la insurrección tiene cada vez más la concreción de la totalidad y el gozo de la impaciencia. No existe ningún centro de esta sociedad del trabajo, y de las clases, de la jerarquía y del deber, que se pueda asaltar. Y es por esto que los amos de la separación nos quieren encerrar en una banda, para sustituir el cambio real por su imagen embustera.
Un proyecto revolucionario es un movimiento colectivo de realización individual o no es nada. O implica, como dijo Fourier, un ensalzamiento inmediato del placer de vivir, o es falso. Quien se erige en especialista de las armas es un enemigo. La fiesta revolucionaria no es una ‘lucha armada’, porque es mucho más. La transformación subversiva es más amplia, consciente y apasionante y el enfrentamiento militar es menos necesario. Es la pasividad lo que crea la lucha armada, y viceversa. El teorema del Estado por tanto está al revés. Del control político y sindical, del embellecimiento reformista de la miseria cotidiana, nace la falsa necesidad de la banda armada. De la teoría práctica de la insurrección nace por el contrario la acción creadora, la poesía de la vida que liquida la obediencia a los amos, que une en la diferencia y arma a todos contra el poder, el sacrificio y el aburrimiento. Y los deseos armados pondrán el mundo patas arriba.
Como ven, señores jueces, el juego es mucho más peligroso.

Massimo Passamani

[1] Se refiere al montaje Marini.
[2] Para la fiscalía romana los anarquistas encausados desarrollarían actividades ‘públicas’ como publicación de libros o periódicos, asistencia a asambleas, etc, como coartada para sus actividades terroristas. Se vino a denominar ‘teoría de los dos niveles’.

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